La historia de España no sólo está escrita con capítulos heroicos, a veces también la tinta que los escribe se impregna de lo sobrenatural.
Nuestro relato comienza en el año 1520, un cambio decisivo se instala en lo más alto del poder y con ello, se siembra una semilla que dará frutos cargados de ira…
El gran emperador Carlos V, tomaba posesión en favor de un basto territorio que debía gobernar con mano firme, pero en España se veía con recelo que fuera un extranjero el que ocupase el trono y además, pudiera favorecer a los príncipes alemanes.
Con ello, la influencia de la nobleza española quedaba eclipsada y los impuestos subían cada vez más, para sufragar campañas militares que se decidían demasiado lejos de nuestras fronteras.
Los nobles castellanos Padilla, Bravo y Maldonado, con sus ejércitos, más con el apoyo de todo el pueblo y parte de la curia eclesiástica, se veían fuertes ante el emperador.
La lucha de las Comunidades se estaba fraguando, y hubo guerra, dicen que la última batalla medieval y la primera campaña de la época moderna, como un punto de inflexión que alumbraba tiempos nuevos llenos de esperanza.
Pero la guerra sigue siempre sus reglas, solicita sangre, mucha estrategia y una buena porción de suerte. En este escenario bélico, Toledo fue una plaza decisiva, y los conflictos armados llegaron hasta la misma Catedral Primada.
La situación tomó tintes violentos e inesperados cuando se estaba celebrando en el templo la misa de jueves Santo. En la noche se escuchaban cánticos que hacían resonar a la Dives toledana como nunca antes, rebotando las voces en sus muros y haciendo vibrar las vidrieras con un son melancólico que recordaba la muerte de Cristo. Se celebraba en aquel momento, el Oficio de Tinieblas, una misa nocturna que va apagando progresivamente un tenebrario o candelabro triangular, y que en un momento dado, deja en total oscuridad todo el espacio, creando con el silencio, una atmósfera sobrecogedora.
Fue en ese momento, justo en ese instante tan sagrado y especial, cuando irrumpieron en el templo los ejércitos Comuneros de Castilla, todos ellos con el puño en alto, en algarada, gritando y cantando al son de una anhelada libertad. Entre la turba se dejaba ver, su capitán improvisado, el obispo de Zamora, Acuña, que se había decantado por este bando y que quería hacerse también con la jerarquía mayor del templo. Los castellanos necesitaban un sacerdote leal a su propósito y encontraron en él, a su mejor valedor. Fue un ejercicio de fuerza, de toma por asalto, de escaramuza irreverente que hizo que todos los canónigos y presentes al oficio salieran huyendo dejando inconclusa la ceremonia.
Pasó el tiempo y sucedió que la revuelta fue aplastada con contundencia, la sangre resobaba a borbotones por los cadalsos de tierra comunera, las picotas se llenaban de cabezas cortadas y el pueblo supo entonces a quién servir. Era la respuesta de todo un emperador enfurecido, bajo la bota de Carlos V, los nobles de Castilla y sus ejércitos sufrieron escarnios que duran hasta hoy: sus propiedades fueron confiscadas, sus escudos horadados o mutilados, sus apellidos mancillados…
Parece que todo se había sofocado, pero las deudas con Dios se cobran de otra manera, los caminos del Señor son en este sentido, sobrenaturales…
Sucedió que durante muchos años, en la noche del Jueves Santo, extraños sonidos inundaban la Catedral, ya entrada la madrugada y todos los que por allí pasaban, dejaban testigo de que algo sucedía, pero nadie se atrevió nunca a constatar lo que parecía proceder del más allá, hasta que un día llegó él, fue un canónigo que harto ya de tanta palabrería, quiso saber de primera mano, qué se escondía verdaderamente tras este velo de enorme misterio. Y allí quedó, y el silencio lo fue todo y en su asiento quedó cómodamente acurrucado, hasta que un murmullo le hizo despertar.
Creyendo que no era más que alguien con ganas de bromear, o quizás alguna aloma que atrapada dentro de alguna capilla, se aproximó hasta la girola y allí pudo observar el siguiente espectáculo:
Las esculturas yacentes se levantaron movidas por una fuerza desconocida, con gran lentitud y solemnidad, de los cuadros que decoraban las paredes, los personajes que allí habitaban tan inmóviles, se desplazaron y tomaban pie en el frío suelo del templo, todas las cabezas, las bichas, los santos, las estatuas, se pusieron a caminar siguiendo un trazado que ya conocían; un tumulto de ruidos y gritos, graznidos y rugidos salían del coro, todas las esculturas talladas en madera, todos los animales fantásticos y monstruosos, se agrupaban en tropel para seguir a la comitiva. Este canónigo, estupefacto, siguió la procesión de seres hasta llegar al altar mayor ya allí pudo observar cómo presidían tan inaudita comitiva tres personajes que llevaban su propia cabeza sujeta de las manos y un obispo con el cuello quebrado y con rosto cadavérico. Todos ellos se colocaron justo en frente del altar mayor y se arrodillaban emitiendo un gemido gutural tan profundo, que es imposible describir. Los muros de la Primada retumbaban y aquello duró unos segundo interminables, para que al poco tiempo, regresara todo a su clama original.
A la mañana siguiente, encontraron al canónigo oculto detrás de la Puerta de los Leones, y al momento de abrir, salió como una exhalación y con los ojos abiertos sin parpadear comenzó a relatar lo que había visto la noche anterior. Como si de los últimos estertores de un moribundo se tratara, este relato fue lo último que pudo salir de su boca, al instante de terminar con un grito aterrador que manchó de sangre su cara y le dejó tirado y sin vida en el suelo.
Por eso amigo y caminante, si te fijas bien y justo al lado de esta puerta de la Catedral, podrás observar una de esas cruces que llaman “tumularias”, ya que por mucho tiempo, todos los toledanos y visitantes que por allí pasaban, se santiguaban y pedían por la atormentada alma de este hombre que fue testigo de lo sobrenatural.
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