Hoy nos aproximamos a una de las figuras más populares y significativas de la literatura española, a la personificación del poeta romántico que nos dejó un legado importante en forma de poemas, leyendas y reflexiones literarias para comprender mejor cómo era ese tiempo lleno de ruinas gloriosas y tradiciones recuperadas. Os presentamos a Bécquer y su relación con Toledo.
Quizás la vida para Bécquer fue un transitar entre las sombras y una extraña belleza que lo inunda todo. Su pluma nos habla de un escenario real de callejas tortuosas y lugares insignes donde deposita parte de su imaginación. El Toledo de Bécquer es un deambular de caballeros y damas, de fervor, honor y traiciones, duelos y venganzas donde se entretejen pequeños pasajes de la gran historia española recreada por su memoria o por las historias oídas en algún rincón de la ciudad.
La vida de Gustavo Adolfo Bécquer
Nace en Sevilla en 1836 siendo su padre un afamado pintor y teniendo por parte materna un origen en la aristocracia flamenca. La sombra de la desgracia se cierne pronto sobre él, ya que será huérfano de padre y madre a temprana edad, lo que le otorgará un halo de melancolía en su temperamento del que no se separará nuca. Este motivo hará que su apoyo fundamental sea su inseparable hermano Valeriano, además el tándem de los dos hermanos, uno escritor y el otro pintor, hará que combinen magistralmente para colaborar de manera conjunta en múltiples proyectos artísticos.
Uno de estos proyectos será «La Historia de los Templos de España», obra enciclopédica que quería mostrar la variedad y riqueza del patrimonio espiritual español pero que finalmente se quedará en un intento truncado aunque sí que se llegará a realizar el primer tomo referente precisamente en la ciudad de Toledo. Aquí tenemos que resaltar que una de las ciudades que más impacto le provocan al poeta es nuestra Toledo, que en los años que es visitada por los hermanos Bécquer, estará en parte en ruinas por la acción devastadora del paso de los franceses durante la guerra de la Independencia. Podríamos decir sin temor a equivocarnos, que aunque Bécquer tuvo sus musas de carne y hueso, la musa como espacio y ciudad fetiche de más hondo calado para su alma de poeta fue sin duda la monumental y decadente Toledo del siglo XIX.
Se sabe que una vez desaparecida parte de la obra de lo que más tarde fueron sus Rimas y Leyendas, las pudo reescribir de memoria no en otro lugar sino en la casa que tenía en Toledo, en la calle san Ildefonso, muy cerca de la plaza de santo Domingo de Silos, o el Antiguo, como es conocida más por los toledanos, como si este lugar de Toledo fuera el reducto ideal donde acudían mejor de sus recuerdos. Además de los poemas inspirados en callejas o plazas de la ciudad, nos llegan los títulos de sus leyendas toledanas como por ejemplo las tres fechas, la flor de la pasión, la ajorca de oro, el Cristo de la Calavera o la que vamos a desarrollar en esta entrada: el Beso.
El Beso de Bécquer
Esta leyenda nos sitúa en 1808, año en el que las tropas francesas invaden España durante la guerra de la Independencia. Un destacamento francés que no tiene sitio para cobijarse, llega hasta la iglesia abandonada de san Pedro Mártir, lugar insigne en su época por albergar ciertos mausoleos de nobles castellanos. El capitán de este pequeño grupo les dará permiso a sus hombres para reponer fuerzas y descansar, profanando este lugar sagrado, haciendo de la pilas bautismales abrevaderos para sus caballos o arrojando a las llamas cualquier objeto de culto. Una vez dormidos estos “dragones”, el capitán vigilará atento toda la iglesia y no tardará tiempo en percatarse que las paredes poseen nichos con antiguos enterramientos, destacando de entre todos ellos, las figuras de un distinguido matrimonio y en particular, la belleza de la dama que aquí quedó inmortalizada. Este caballero francés quedó hipnotizado por esa belleza marmórea e inerte que pese a su palidez le transmitía una vida y un ardor que ni siquiera había sentido con cualquier otra dama de carne y hueso. Y así pasó la noche, entre fantasmas y deseos… A la mañana siguiente y formadas las tropas en Zocodover para pasar revista, el capitán tras dar parte de los detalles técnicos, confesará a sus compañeros que no ha podido pegar ojo en toda la noche por la belleza de una joven toledana.
-No llevas ni una noche y ya te dio tiempo de enamorarte de una mujer. -Le comenta uno de sus compatriotas.
-Esa mujer de la que hablas es realmente la más perfecta de las esculturas que jamás pudo cincelar una mano humana, ya que su belleza es del todo sobrenatural. -Respondió para mayor asombro de los presentes. -Acompañadme esta misma noche y vuestros ojos podrán ver que lo que digo es cierto como que ahora estamos en Toledo. -Espetó el capitán.
Y pasó el día y los resueltos militares expectantes por la sorpresa nocturna, se reunieron alrededor de una hoguera, una vez tomaron buena cuenta de las viandas que había para cenar y de dar largos tragos al vino tinto, los conjurados esa noche, se aproximaron por petición de su anfitrión a la escultura de doña Elvira de Castañeda, una de las mujeres más bellas de su época y todos, sorprendidos por su imagen, le dieron la razón a su compañero que no había exagerado ni un ápice, de hecho alguno de ellos, boquiabierto, no parpadeó en segundos para apreciar la perfección de esta estatua, una imagen tan atrayente que cautivaba el juicio.
El capitán resuelto por llegar un poco más allá en esa velada del todo inusual, llenó su boca de vino y lo escupió a la cara del caballero que estaba junto a la dama, un insulto considerado del todo irrespetuoso y grosero que sólo cabía achacar al exceso de vino. De hecho y encendidos los ánimos, nuestro protagonista se acercó para robar un beso de los labios de la inerte joven… Fue en ese preciso instante cuando una maldición cayó en esa iglesia, se escuchó un gran estruendo al que siguió un grito tan desgarrador que parecía una bajada desesperada a los infiernos. Los militares franceses pudieron observar con horror que su compañero yacía en el suelo sangrando por la cabeza, boca y nariz, y que con grandes estertores su cuerpo se retorcía para dar paso a la quietud de una muerte instantánea. Sí, ahora el silencio, el asombro, el impacto y un cuerpo tendido en un charco de una sangre cada vez más abundante.
Los testigos de aquello sólo pudieron balbucear con miedo, que en el momento justo en el que el capitán se aproximó a la estatua de la dama, su consorte, el noble que tenía justo a su lado, cobró vida y con la violencia de todo un ejército le dio un revés que casi le arranca la cabeza con su guantelete de mármol, vengándose así del ademán francés y lo inapropiado que es besar a una dama sin su consentimiento.